Una joven de Bosnia reflexiona sobre la travesía de su familia a los Estados Unidos y su lucha personal con el COVID-19.
Admira Duldanic es una joven originaria de Bosnia con dos hijos que vive en Glenview, Illinois. Toda su vida cambió cuando era niña: tuvo que huir de Bosnia y Herzegovina a los Estados Unidos después de que el Estado declarara su independencia de Yugoslavia. La desintegración de la federación provocó una guerra y actos de genocidio por parte de las fuerzas croatas y serbias, que provocaron around 300.000 muertes.
En Chicago, Duldanic reconstruyó gradualmente su vida, pero la pandemia de COVID-19 introdujo nuevos traumas, incluida una gran tragedia familiar. El 13 de mayo de 2021, la madre de Duldanic falleció por complicaciones pulmonares debido al COVID-19. Borderless habló con Duldanic sobre su infancia, su transición a los Estados Unidos y sus experiencias durante la pandemia que sigue en curso.
Nací en Bosnia y Herzegovina, en un pequeño pueblo llamado Prijedor. Mi familia vivía en una hermosa casa construida por mi padre y mi abuelo. Mi mamá era una ama de casa que se ocupaba de mi hermano y de mí, de nuestra casa y de nuestro jardín. Se podría decir que teníamos una vida perfecta. Eso fue hasta la primavera de 1992, cuando nuestro país fue atacado por nuestro vecino, Serbia.
Cuando tenía 6 años no tenía idea de lo que estaba pasando. Todo lo que escuchabas eran bombas, rifles, lágrimas y gritos. Tenía tanto miedo. Nunca había visto a mis padres reaccionar con tanto pánico y angustia. Nunca antes había visto ese miedo en sus ojos.
Los miembros de nuestra familia planearon nuestros próximos pasos: cómo íbamos a escapar de esta horrible pesadilla. Después de pasar mucho tiempo escondidos, ver a miembros de nuestra familia ser asesinados, gente siendo torturada y familias separadas, llegamos a Croacia, donde mi padre trabajó como camionero. Hubo largas noches de correr por el bosque y pasar hambre, pero pudimos tener un momento de alivio.
Mi mamá estaba escapando mientras estaba embarazada de mi hermana pequeña. Ella dio a luz en Croacia en 1993. Unos meses más tarde, mi familia y yo llegamos a Checoslovaquia, donde los checoslovacos nos pusieron en un campo de refugiados. Allí fue donde soportamos las mayores dificultades y traumas.
No se nos permitió traer nada más que la ropa que traíamos puesta. No teníamos juguetes, ni televisión, y solo se nos permitía salir durante una hora. Estábamos en una habitación pequeña: mi padre, mi madre, mi hermano, mi hermana y yo. Mi familia y yo no pudimos ducharnos y tuvimos la misma ropa interior durante 30 días.
Cuando tenía 6 años no tenía idea de por qué estaba sucediendo esto, por qué mi vida perfecta fue arrebatada ante mis ojos. Una de mis tías estaba en Chicago tratando de demostrar que tenía la suficiente estabilidad como para cuidarnos. Ella estaba enviando toda la documentación adecuada a Checoslovaquia para ayudar en nuestra liberación. Finalmente, después de 30 días de espera, nos dejaron ir. Mi tía pudo librarnos de esta horrible situación.
Llegamos a Chicago en el verano de 1995, en Albany Park. No teníamos aire acondicionado y hacía mucho calor. Mi hermano, mi hermana y yo tuvimos que compartir una habitación sin puertas, sin darnos cuenta de que era un comedor que mi padre y mi madre habían convertido en un dormitorio. Como familia de refugiados, no teníamos dinero ni recursos. Tuvimos que sobrevivir con lo que teníamos. Era completamente diferente viniendo de un pueblo de Bosnia. Allá, mi padre construyó nuestra casa desde cero, y la comunidad era una gran familia. Mis tíos, tías y primos vivían en el mismo pueblo. Ir a Chicago con calles caóticas y concurridas fue un completo shock. Mis hermanos y yo tuvimos que adaptarnos a este estilo de vida, a esta cultura y aprender un nuevo idioma.
Fue realmente difícil al principio. Tenía 9 años y había perdido tres años de escuela. Mis compañeros de clase y otros niños se burlaban de mí porque no hablaba el idioma. No entendía al maestro ni a los otros estudiantes. Tampoco me vestía como el resto de los niños: mis padres nos compraron ropa y zapatos en la tienda de segunda mano. Lloré todos los días durante un año, pidiéndoles a mis padres que nos llevaran de regreso.
Mi familia vino a los Estados Unidos como refugiados y, tan pronto llegamos, comenzamos el proceso para obtener la identificación adecuada. Pudimos obtener nuestra tarjeta de residente permanente durante el primer mes. Cuando mis hermanos y yo cumplimos 18 años, solicitamos y nos concedieron la ciudadanía completa. Desafortunadamente, como mis padres no hablaban inglés, no pudieron solicitar la ciudadanía y nunca la consiguieron.
Fue difícil, pero lo logramos. Mi padre trabajaba muchas horas como almacenista en una licorería y como obrero en construcción. Se aseguraba de proporcionarnos un techo sobre nuestras cabezas, comida en la mesa y la ropa que necesitabamos. Aprendimos a apreciarlo todo porque sabíamos que en cualquier momento podríamos perderlo.
¿Quién hubiera pensado que en 2020, cuando golpeó la pandemia, me traería reminiscencias? Tengo 34 años y mis hijos tienen 6 y 9 años, la misma edad que teníamos mi hermano y yo cuando empezó la guerra. Lo estaba pasando mal al principio. ¿Será que una vez más tengo que pasar por algo tan trágico? ¿Cuánto puede soportar un ser humano?
Tuve que adaptarme, una vez más. Escuelas cerradas. No podíamos ver a nuestra familia ni amigos. Los niños no podían socializar con sus amigos.
Mi familia y yo seguimos las pautas. Como soy adulta, comencé a extrañar mi vida "normal". Empecé a extrañar a mis amigos. Pensé: "He tenido mucho cuidado, he seguido todas las reglas". Comencé a pensar: "¿Por qué no salir una sola vez?"
Bueno, esa única vez que salí cambió mi vida para siempre.
El 24 de marzo, di positivo por COVID-19. Mis hijos y mi prometido también lo hicieron. Mi hermano, mi hermana y mi madre dieron positivo. Me sentía tan mal que mi única noche de egoísmo hizo que los miembros de mi familia inmediata dieran positivo. Pensé que salir a comer a un restaurante y tomar algo con un miembro de mi familia no haría ningún daño, pero tuve que aprender por las malas. Mis hijos y mi prometido estaban bien. No tenían síntomas, pero conmigo era una historia diferente.
Estuve en la sala de emergencias dos veces, y tres en el consultorio de mi médico. En un momento pensé que iba a morir. Mi temperatura era de 102.3 grados Fahrenheit. No podía comer, beber ni moverme. Durante este tiempo, no tenía idea de que mi madre también había sido admitida en el hospital.
Durante los 20 días que luché contra el COVID-19, todo lo que podía pensar era: "¿Valió la pena esa noche que salí? ¿Cómo pudiste ser tan egoísta? ¿Qué pasa si algo le pasa a alguno de los miembros de mi familia? Yo soy la culpable".
Han pasado casi tres meses desde que di positivo en la prueba, y todavía no estoy al cien por ciento en cuanto a salud. Desarrollé asma y también tengo problemas con la pérdida de memoria, que es un posible efecto secundario del virus COVID-19.
Nada se compara con la pérdida de mi madre. Estuvo peleando durante más de tres semanas y ya no pudo pelear más.
Si solo no hubiese salido esa noche, las circunstancias definitivamente hubiesen sido diferentes.
Bajar la guardia me puso en una situación en la que me cuestiono constantemente. Puede que tenga que vivir con algún tipo de culpa por el resto de mi vida.
Desde que salí de mi pueblo en Bosnia cuando era niña a un nuevo mundo en Chicago, he aprendido mucho. Todas las pruebas, tribulaciones, y la transición de Bosnia a Chicago me hicieron la mujer que soy hoy. Ahora, 26 años después, me encanta estar aquí. Chicago es mi hogar. Es un lugar donde conocí al amor de mi vida y tuve dos hijos increíbles. Sé que mis padres estarían muy orgullosos de la mujer en la que me he convertido y de la vida que he creado para mí.
Este artículo translated by Claudia Hernández.
Esta historia se produjo en colaboración con la clase de Community Media de la universidad Northeastern Illinois. Gracias a la profesora Edie Rubinowitz del Departamento de Comunicación, Medios y Teatro por su ayuda en este proyecto.